Hace unos días volví a España para pasar aquí un par de semanas y ya había pensado realizar este ejercicio de desconexión digital durante esta estada. Sin embargo, la mala cobertura móvil en el entorno rural español, especialmente en días de tormenta, hizo de esta desconexión digital un ejercicio bastante sencillo.
No pasé 24 horas completamente offline; es costumbre desde pequeña mandarle un mensaje a mi abuela cada día, por lo menos antes de irme a dormir. Ella hace lo mismo, y también el resto de sus hijos y nietos. El mensaje de WhatsApp antes de ir a dormir es una manera de dar señal de vida y un momento para pensar y mostrar afecto hacia una persona muy querida, pero que desafortunadamente todos vemos demasiado poco. Debido a la importancia de esto —y también a una buena dosis de superstición— sentí que debía interrumpir, aunque brevemente, esta desconexión.
Sin embargo, el resto del día no tuve que recurrir a Internet. Durante la mañana salí en bici durante unas cuantas horas y, después de comer, salí otra vez a dar una vuelta por el monte, preparada para limpiar senderos y recoger setas. Ya por la tarde, hice algunas tareas de casa. Durante la cena, y también un rato después, miré la televisión.
Durante la semana, paso muchísimas horas conectada. Tanto para los estudios como para parte del entretenimiento. Según el mismo teléfono, paso una media de más de 3 horas diarias usándolo, con unos 45 desbloqueos. El tiempo pasado delante del ordenador no lo puedo mirar, pero puede que sea el doble que el del móvil, por lo menos.
Estas experiencias de desconexión pueden servir para (re)encontrar nuevos pasatiempos y alejarse de las presiones del entorno digital. Esta vez, sin embargo, aunque el experimento ha servido de excusa para poder pasar un día tranquilo haciendo deporte, no ha tenido impacto en mi uso de plataformas digitales debido, principalmente, a todas las tareas que debo completar para este máster.
Aunque fue fácil encontrar actividades alternativas, eché bastante de menos la mensajería instantánea. Para comunicarme, aún podía haber realizado una llamada, pero la mensajería instantánea ofrece la posibilidad de realizar pequeñas interacciones y compartir tipos de contenido que no pueden ser transmitidos a través de una llamada, y esa es una comodidad a la que me he acostumbrado.
Este experimento no era mi primera experiencia de desconexión, ya que, tanto voluntaria como involuntariamente, me encuentro offline varias veces al año. Cada vez, esta desconexión genera la misma sensación: alivio de no “existir” en tantos lugares a la vez y la sensación de estar disfrutando íntegramente del presente. La reconexión posterior también genera una misma sensación. En ese caso, la sensación resultante es FOMO y presión para leer/ver/contestar/reaccionar e, incluso, justificar mi ausencia.
Valoro la experiencia positivamente, pero debo admitir que, aunque no fue complicado prescindir de plataformas digitales durante un día, dudo mucho que mantener esta desconexión durante más tiempo (una semana) fuera igual de fácil. Mi estilo de vida y mis hábitos están formados alrededor de estas herramientas y servicios. Aparte de necesitar herramientas digitales para seguir mis estudios, manejar mis ahorros o comunicarme con mis familiares, hay actividades como ir en bicicleta de montaña que se pueden desarrollar perfectamente sin usar ningún tipo de plataformas, pero Trailforks o Komoot, por ejemplo, resultan difíciles de ignorar, al ser herramientas muy útiles para orientar y planear rutas.
Esta situación, en la cual las plataformas digitales ofrecen un confort y seguridad añadida, no imprescindible, pero útil, es frecuente en nuestro día a día y estamos completamente habituados a ella. Algunas personas relacionan este hecho con una creciente “cultura de la comodidad” marcada, en este caso, por el sacrificio de nuestra propia autonomía y cualidades humanas a cambio de una serie de facilidades que las plataformas digitales nos ofrecen.
Esta experiencia de desconexión me ha permitido detectar fenómenos muy relevantes, hecho que seguro puede ser de utilidad para la labor profesional de un sociólogo digital. Primero de todo, he podido reflexionar sobre la percepción, los límites y lo que la sociedad entiende como “digital” y observar cómo de dependientes somos de estas herramientas, frecuentemente innecesarias. La experiencia también me ha mostrado el aspecto emocional que incide en la hiperconectividad y el consecuente impacto que provoca la desconexión total: debido a este componente y el FOMO resultante, no pude completar 24 horas de desconexión digital.
Asimismo, la brecha digital aún presente en las áreas rurales hace que, para un gran número de personas, la desconexión digital no sea un mero experimento, sino una barrera la cual enfrentan día a día. Es verdaderamente increíble cómo el acceso a internet y a la tecnología puede marcar tan enormes diferencias entre estilos de vida. Como consecuencia, esto me ha hecho reflexionar bastante acerca de cómo puedo equilibrar mejor el uso de plataformas digitales con la realización de actividades y tareas que prescindan de ellas.
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